jueves, junio 08, 2006

He aquí un capítulo de un próximo libro que habla de la vida de Violeta Parra, escrito por su hijo.



Domingo cinco de febrero de mil novecientos sesenta y siete. 14 horas. La detonación debe haberse escuchado desde lejos. O tal vez no. La pistola era de bajo calibre. Drástico fin de todos sus tormentos. Drástico. Como le gustaban las cosas a ella.
A través de ese pequeño orificio se le fue la vida. Y con ella, los pájaros azules y rojos, dijo Atahualpa, mi viejo maestro; ya no le cabían en el alma. Por ese pequeño orificio entró a la historia. Como siempre, el consabido cuento de que los artistas deben morir para ser plenamente reconocidos.
Los vecinos preparaban el asado del domingo y seguro tenían dos o tres aperitivos en el cuerpo.
Tal vez el estampido, o como decía su hermano mayor, el pistoletazo, debe haber sonado como una puerta que se cierra con violencia. Prefiero la palabra estampido. Aquel sonido que coincidió con el entrechocar de las copas, no se oyó, felizmente para ellos; estaban de fiesta, un cumpleaños, la graduación del hijo, el intercambio de anillos de la hija mayor.
No me gusta la palabra pistoletazo, la palabra estampido me hace pensar en llanuras repletas de caballos desbocados.
Libertad total en el espacio, sin restricciones. Así me imagino el suicidio, el acto mismo. Echar a galopar todos los caballos frenados, retenidos, maneados. Potreros plenos de alfalfa verde, cascos enterrándose en el barro blando por la humedad del rocío, en galope desenfrenado. Caballos alados que, ahora, flotando se llevan la preciosa carga para perderse entre las nubes. Mientras aquí, en la tierra y su vulgaridad, un hilo de sangre corre desde la sien de mi madre hasta tocar el piso, el piso de tierra. De esta tierra que tanto amó y defendió con su canto y su guitarra. Obstinada y resuelta, hoy fundiéndose en ella, por los siglos de los siglos. Realizando el milagro tan esperado. Tierra y sangre. Madre Tierra. Hermanas de sangre juntas, por fin. Hágase su voluntad.
Así lo decidió mi madre.
Yo no escuché el estampido. A más de doscientos kilómetros, no intuí, no presentí. Ningún aviso mágico. Nada. La magia no existe.
Un amigo lo escuchó en la radio, en el noticiero de las tres de la tarde. Con cariño y firmeza dijo: “tu madre se suicidó”. A pesar del intenso calor veraniego, sentí frío.
Tengo veintitrés años, un hijo pequeñito, una mujer tierna y segura. Partimos de inmediato a Santiago. Tres horas después llegamos a la “carpa de la reina”. Lágrimas intermitentes, dos sentimientos. Alegría por su liberación, tristeza por su ausencia que pensé definitiva. Error, desde ese día, su presencia no ha dejado de acompañarme.
Cientos de anónimas personas, luego serían miles, comenzaban a rodear la carpa. Fragancias diferentes emanaban de los ramos de flores. Colores y formas distintos, según la personas. Me detuve por un momento en un ramo de clavelinas, quise pedírselo a esa muchacha para ser yo quien se lo llevara. Flores silvestres. Como ella decía, sin buscar la belleza, simplemente el gesto. Las mismas flores que había mencionado por sus nombres en la tonada “La jardinera”.
Para mi tristeza violeta azul
Clavelina roja pa’ mi pasión
Y para saber si me correspondes
Deshojo un blanco manzanillón
Si me quieres mucho poquito nada
Tranquilo queda mi corazón.
Carmen Luisa, mi hermana menor, de quince años por esos días, vivía con ella en la carpa. Mi hermana Isabel y yo ya estábamos enrielados, en nuestros propios caminos, ella con su vida y yo en lo mío. Empezando a jugar a ser adultos.
Poco tiempo antes de tomar esta decisión definitiva, mi madre terminaba su relación amorosa con Gilbert Favre, “El gringo”. “Run run se fue pal’ norte”. ¿Cuál norte? El que él andaba buscando, un norte que le perteneciera solo a él.
Quién puede mejor que ella, mi madre, dar cuenta, a quien le interese - sé que hay muchos - desentrañar esta ruptura, solo ella. Explicándose a sí misma las razones de tal separación. Por eso escribía, para desenredar las madejas del alma, creo oírla. Donde tanto amor existió, hoy solo vacío y desolación.
“Run run se fue pal’ norte”, lo dice todo. No hay misterios, ahí está la profunda verdad.
En un carro de olvido, antes del aclarar,
de una estación del tiempo decidido a rodar
Run Run se fue pa’l norte, no sé cuándo vendrá
vendrá para el cumpleaños de nuestra soledad.
A los tres días carta con letras de coral,
me dice que su viaje se alarga más y más,
se va de Antofagasta sin dar una señal
y cuenta una aventura que paso a deletrear.
Ay, ay, ay, de mí.
Al medio de un gentío que tuvo que afrontar
un trasbordo por culpa del último huracán,
en un puente quebrado cerca de Vallenar,
con un cruz al hombro Run Run debió cruzar.
Run Run siguió su viaje, llegó al tamarugal
sentado en una piedra, se puso a divagar,
que sí, que esto, que lo otro, que nunca, que además,
que la vida es mentira, que la muerte es verdad.
Ay, ay, ay, de mí.
La cosa es que una alforja se puso a trajinar
sacó papel y tinta y un recuerdo quizás
sin pena ni alegría, sin gloria ni piedad,
sin rabia ni amargura, sin hiel ni libertad,
vacía corno el hueco del mundo terrenal,
Run Run mandó su carta por mandarla no más.
Run Run se fue pa’l norte, yo me quedé en el sur
al medio hay un abismo sin música ni luz.
Ay, ay, ay, de mí.
El calendario afloja por las ruedas del tren
los números del año por el filo del riel
más vueltas dan los fierros, más nubes en el mes,
más largos son los rieles, más agrio es el después.
Run Run se fue pa’l norte qué le vamos a hacer
así es la vida entonces, espinas de Israel
amor crucificado, corona del desdén;
los clavos del martirio, el vinagre y la hiel.
Ay, ay, ay de mí.
Gilbert vino navegando desde su país, Suiza, a descubrir el continente latinoamericano. Pintor y carpintero, gentil y divertido, aprendiz de todo en la comédie suisse, en la ciudad de Ginebra, trató de aprender a tocar el clarinete, sin resultados probatorios, buscavidas, cambia de oficios; amante del bee-bop y del buen vino.
Bienvenido entre las damas. Vivió un tiempo entre los gitanos de Granada, buscando acercarse al flamenco. Alma aventurera, decide embarcarse hacia América del Sur, acompañando a un antropólogo en una expedición al desierto de Atacama. Expedición que abandonó después de algunos roces con el científico que la dirigía. Resuelve entonces descubrir el país por cuenta propia.
Al llegar a Santiago preguntó por Violeta, estaba informado de que ella era quien investigaba la música folklórica, y mucho más, el alma popular. Fue de esa manera que llegó hasta la casa de mi madre justo el día de su cumpleaños. Un 4 de octubre. Yo lo conduje a ese encuentro.
Celebraron intensamente, querían conocerse, se integró de forma inmediata. Eran dos seres que se andaban buscando. La amalgama resultó rapidito. Interesados en avanzar juntos, sin plazos ni fechas. Cinco años para descubrir un mundo extraño y fascinante. Ese fue el tiempo que demoró Gilbert, en desentrañar los misterios que le ofrecía el mundo de Violeta Parra.
Suave y tosco a la vez, se notaba a la legua que había estado demasiado tiempo solo. Dos solitarios que se encuentran necesitan tiempo para cambiar modos y costumbres. De alguna manera pierden la libertad. Pasar del yo al nosotros, les significó tiempo.
Ella, carácter apasionado, tierno y explosivo. ¿Dominante? Sin duda. Años amorosos y tormentosos se dibujaban a cuatro manos, en el horizonte.
Después de la separación, fue Bolivia la estación de término en el continente latinoamericano. Nueva tierra de acogida para Gilbert.
Mi madre no lo retuvo, al contrario, lo estimuló. La relación estaba mustia, fatigada, lo fue a visitar, convencida de que no habría vuelta atrás. Lo conversamos sin lágrimas de su parte. Se encantó con el pueblo boliviano.
Un par de intentos fallidos por reparar la frágil vasija del amor. Resultado, constatación de lo que ya sabía, los amores nacen, viven y mueren. Sin embargo, en estos viajes, no perdió el tiempo en querellas de desventurados amores. Con sus nuevas canciones, impactó a ese pueblo, “Gracias a la vida”, “Volver a los diecisiete”, “Maldigo”, “Rin del angelito”, se oían en las radios. Verdadero contacto con el público boliviano. Partidaria decidida de devolver las costas y el mar. Al contestar el teléfono en la peña “Naira” en lugar de decir: aló, se le oía “mar para Bolivia”.
En el mercado de La Paz, en las humildes tiendas, su fotografía estuvo presente durante mucho tiempo. Volvió a Chile con grupos de música folklórica boliviana, que presentaba en la carpa de La Reina. “Estos dos pueblos se necesitan”, decía, y los abrazos culturales ella los hacía realidad.
Para Gilbert era demasiado tarde. Su fuente amorosa se había secado. Llegó un día como regalo de cumpleaños y fue el más bienvenido de todos. Se fue quedando. Encontró en mi madre todo lo que le había faltado tanto tiempo. Una mujer fuerte, creativa, enamorada de su trabajo, libre como el viento. Un país a descubrir, una familia. Nosotros.
Al tercer día de su presencia en casa, se acercó a mí, entre cómico y solemne. “Tengo algo que decirte”, dijo en su reciente castellano. Mi madre le explicó que si él quería instalarse con ella en casa, debía pedirle al hijo hombre de la casa, la mano de la madre.
Lo hizo torpe y tiernamente. Accedí a su pedido, agradeciéndole; su presencia me abría espacios de libertad, complicidad compartida.
En el pueblo donde terminó sus días “Roussin”, nos acordábamos, reímos y lloramos, brindando por lo vivido. Hasta su muerte mantuvimos una relación de amistad y cariño.
Lo recuerdo en el año sesenta y cinco, después de aquella dolorosa y maravillosa aventura, la exposición de mi madre en el Museo del Louvre. De regreso en Chile hicimos un disco de música de inspiración andina, “Ángel Parra y el tocador afuerino”. Mi mamá le puso ese apodo. Ya se vislumbraba la ruptura. Afuerino se les llama a las personas que no pertenecen al lugar.
Al cabo de algunos años de rodar y lidiar con los grupos musicales en Europa, y la verdad hay que decirla, lo explotaban, Gilbert decidió terminar con la música y sus relaciones altiplánicas. Fatigado de manera definitiva, me confió que destruyó una a una las quenas y flautas andinas, las que dominaba a la perfección.
Decidido a no tocar nunca más ese instrumento, se dedicó a la observación de las estrellas.
Corría el año ochenta y siete cuando le propuse que me acompañara en un tema al cual su instrumento le venía de perillas. Me costó mucho convencerlo de romper su decisión de no volver a tomar en sus manos una quena. Si aceptó, lo hizo solo por cariño a nuestro pasado, a la amistad mantenida. Después de mucho tiempo trascurrido, a veinte años de la muerte de la mujer que un día había amado.
Nos proyectábamos las historias vividas, como una película, en la cual nosotros no habíamos actuado.
Momentos más buenos que malos, Santiago, Buenos Aires, Paris, Ginebra, la primera exposición de mi madre en Argentina. Los bastidores de los cuadros, los hacía Gilbert. Violeta avanzaba, pintaba uno tras otro. Él recordaba esos momentos con nitidez y alegría; también otros, con rabia, borrosos.
Buscaba expresarse artísticamente pero no sabía cómo. El trabajo con mi madre lo hacía posponer indefinidamente su propia búsqueda; eso lo frustraba, pero no era egoísta, aceptaba.
La cámara cinematográfica que le regaló mi madre fue algo muy importante para él, porque era uno de los caminos que quería explorar, aunque jamás hiciera una película.
La más bella aventura que vivieron como pareja fue conquistar el fuerte inexpugnable, el Museo del Louvre. Punto culminante para Violeta.
Rue Monsieur le Prince en París, L’escale, “La Candelaria”, el número quince de la rue Voltaire en Ginebra, Suiza. Para mí, momentos de privilegios, testigo inconsciente. Dejaba transcurrir la vida, sin darle importancia, recibiendo lo que se me ofrecía. Juventud divino tesoro. Tanto compartido sin saberlo. Bendita inocencia.
Miro hacia atrás sin pasión, no me corresponde. Gilbert con su eterno cigarrillo en los labios, apagado, en la casa de La Reina. En esa época ya tenía dificultades respiratorias. Mi madre le condenaba el cigarrito. Yo, escondido, le pedía uno.
Llegó con un clarinete y sus discos de George Brassens y salió de las manos mágicas de mi madre convertido en el primer intérprete de la quena, de todos los altiplanos.
Gilbert aprendió mucho con ella. A lo humano y a lo divino. Como todos nosotros, el silabario completo. Solo teníamos que ser pacientes y escuchar, sabía perfectamente lo que quería sacar afuera de cada uno de nosotros.
Durante los años que pasaron juntos, recíprocamente se entregaron amor y ternura, celos y dolores. Como todas las parejas, ni más ni menos. Mi madre, en su desmesura genial y brutal, quería todo al instante y, ese todo, era mucho esfuerzo, trabajo, disciplina. Para personas vulgares y silvestres como nosotros, imposible, a pesar del empeño.
Violeta quería a su madre, a su pueblo, a sus hermanos, a sus hijos, a sus amores, en la misma lucha, todos juntos. Unir, juntar fuerzas con el objeto de ganar batallas todos los santos días. Fortalecer a los débiles para protegerse de los ataques de los más fuertes. Y las ganaba.
No debe haber sido fácil para el Gringo. Para Gilbert fueron años de formación, de escuela de crecimiento como ser humano y, como todos los estudiantes, cuando se recibió, con el diploma en la mano, se fue. Al comienzo no lo lució en la oficina del alma, con el tiempo se enorgulleció. El resto de la historia les pertenece solo a ellos.
La joya
Por la puta puta la puta de tu madre
Mi madre no perdía ocasión de buscar y encontrar algún anciano o anciana para sacarle todo lo que supiera en materia de canciones, leyendas, danzas. No paraba nunca de trabajar. Un día descubrió una viejecita que vendía solo cilantro y perejil, verduras livianitas de llevar. Verduritas adecuadas para ella, que era flaca y chica, arrugadísima y sin dientes. La viejita se instalaba en la puerta del negocio a vender sus precarios productos. Cada vez que vendía algo entraba y mi tía Olga le servía un vasito pequeño, como un dedal, de vino pipeño. Violeta estaba convencida de que esta anciana le transmitiría tesoros literarios y musicales. Sin apurarla, la empezó a cortejar, que un vinito, otro día un caldito, y cuando la viejita estuvo en confianza, mi madre le preguntó si recordaba alguna canción.
La anciana se hizo la desentendida y al momento de partir le dijo “mañana nos vemos de nuevo”. Al día siguiente la misma historia, pero al irse le prometió algo para el día siguiente. Yo miraba a la anciana y pensaba “esta señora va a tomar y a comer, pero no va a entregar nada”.
Al tercer día apareció la vieja del cilantro y dice; “ya Violetita, le voy a cantar algo”. Mi mamá preparó la grabadora y la viejita cantó:
Por la puta puta la puta de tu madre
Por la puta puta la puta de tu madre, con ritmo de cueca y tañando en la mesa.
La vieja reventó en pequeñas carcajadas que la hacían zangolotearse, al tiempo que se golpeaba lo que le quedaría de muslo. La tía Olga, que era tentada, y conocía muy bien a la viejita se llegó a mear de la risa, le sirvió un dedal de pipeño a la vieja y este cuento se acabó.

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